martes, 23 de junio de 2015

Sabernos imperfectos es terapéutico

Sabernos imperfectos es terapéutico
Psic. Lourdes Zambrano[1]


Vivimos acostumbrados a pensar que somos arquitectos de nuestro propio destino. Creemos que la vida está en nuestras manos. Pensamos que es posible alcanzar todo lo que nos proponemos, que no hay imposibles.

Probablemente pensamos en la vida como una serie de piezas que podemos acomodar, o sea, pensamos en la vida como algo tan armable como un rompecabezas. Se nos olvida que la mayoría de las circunstancias que rodean la existencia tienen una complejidad que va más allá de la relación causa-efecto. La combinación de factores que influyen para que una situación tenga lugar es impredecible. Tal vez por eso se hable de destino. Frente a algo tan misterioso como es la vida, en ocasiones preferimos pensar que lo que nos ocurre estaba destinado a ser. Los griegos pensaban de esta manera, pensaban en el destino como aquello que nos determina. Mientras que los hebreos, de donde deriva el cristianismo, pensaban en la propia determinación frente al destino o frente a lo que nos acontece. En todo caso podemos pensar en el destino como lo que ya aconteció, y lo que cada persona decide que le suceda frente a esa situación.

Pero también podemos alejarnos de esta postura y pensar que si analizamos con suficiente detalle, encontraremos una serie de condiciones que en forma de cadena desembocó en un acontecimiento. Y esto nos da una especie de tranquilidad, pues pareciera que si nos afanamos lo suficiente, las condiciones pueden acomodarse de cierta manera para lograr determinados resultados. Es decir, nos quedamos con una sensación de control, o mejor aún, con una expectativa de control, que en realidad no es más que una ficción de control.

Entre las situaciones que más desearíamos controlar, o más precisamente evitar, están los errores, que en mayor magnitud se consideran fracasos. Hay toda una cultura en contra del fracaso, sobretodo en contra de los fracasados o loosers, como se maneja entre los que hablan inglés. Hay una tendencia generalizada a no querer ver, o bien, a mantenernos ciegos frente a nuestras limitaciones.

Quisiéramos pensarnos como seres ilimitados, sin límites, capaces de vencerlo todo, incluso a nosotros mismos. Y si no lo logramos, en cualquier ámbito de la vida (laboral, personal, familiar), la reacción inmediata es el autorechazo, el rencor contra la vida. Es aquí donde la Terapia de la imperfección, propuesta terapéutica creada por Ricardo Peter, tiene una contribución especialmente importante: nos rescata de volvernos seres resentidos con nosotros mismos y con la vida; nos libra de volvernos seres antiéticos, capaces de pasar por encima de nuestra fragilidad en nombre de una idealización inexistente.

¿Qué es la Terapia de la imperfección? Es una teoría psicológica que deriva de una visión filosófica del hombre como ser limitado: la Antropología del límite. Su autor la propone como una alternativa terapéutica para el tratamiento del trastorno del “ansia de perfección” o perfeccionismo[2].

Pero hablábamos de que la Terapia de la imperfección (TI) nos rescata del resentimiento frente a la falla. ¿Cómo lo hace? Al plantear que el significado del error es relativo al interlocutor del error. ¿Qué significa esto? Que nosotros interpretamos la realidad de acuerdo con un referente. El interlocutor del error, o sea, nosotros mismos, tenemos una especie de procesador de la realidad, una perspectiva desde la cual miramos lo que nos acontece. Cuando miramos la realidad desde una perspectiva de indefectibilidad, de cero defectos, de calidad total, estamos mirando la vida desde nuestro procesador racional; ese que nos dice que todo lo podemos prevenir con suficiente planeación. Es el mismo procesador que nos permite ver causas y efectos, que nos permite hacer cuentas, calcular riesgos, el que nos ha facilitado llegar hasta donde estamos desde el punto de vista tecnológico. Pareciera que es un procesador que está de “nuestro lado”, pues nos ha permitido vivir de una manera más cómoda, viajar en poco tiempo distancias muy largas, comunicarnos desde donde estemos con las personas que queremos, es el procesador que ha logrado la cura de enfermedades antes incurables, que nos ha concedido vivir por más tiempo. Y como hemos accedido a tantas cosas utilizando este procesador, nos hemos llenado de una especie de soberbia, que nos impide vernos como los seres frágiles que aún somos.

¿Y qué sucede cuando las cosas no salen como nosotros esperamos? ¿Qué explicación podemos dar cuando un hijo nace con una incapacidad? ¿Cómo encontrarle lógica al hecho de contraer una enfermedad mortal? ¿Cómo prevenir que tu padre o tu madre sea un alcohólico? ¿Cómo explicarte que la persona a quien amas se ha enamorado de otra persona? ¿Qué sentido de justicia hay en el hecho de que en un accidente muera el que no tuvo la culpa? ¿Cómo podemos explicarnos que un hijo muera antes que sus padres? ¿Podemos realmente encontrar la causa y la cura del desamor? ¿Podemos postergar indefinidamente el envejecimiento? ¿Qué nos queda cuando se nos despide injustificadamente de un trabajo al que le hemos dedicado años?

Ante tales circunstancias no nos sirve de mucho tratar de encontrar una explicación, una causa, algo que nos ayude a prevenir una situación peor. Ni los porqués ni los para qués son útiles en estos casos. Ambos —los porqués y los para qués— siguen una lógica lineal, tal vez demasiado simple. Las cosas no ocurren debido a una sola causa, ni ocurren para que otra cosa más suceda.

Es decir, ante circunstancias de la vida no deseables ni prevenibles, el procesador racional lejos de ayudar nos fastidia, genera en nosotros una actitud de enojo con la vida. Nos hace arremeter contra nosotros mismos y nos amarga la existencia. Esto sucede así porque cuando se trata de límites existenciales como los que acabamos de plantear, la razón o procesador racional, al recurrir a sus herramientas, que son el análisis y el juicio, genera estrés y tensiona.
Cuando un paciente llega a consulta por primera vez, lo hace con una especie de exigencia o demanda: que la realidad no sea como es. Ese es el deseo implícito, aunque la queja adopte matices específicos propios de su circunstancia: “que mi esposo no me sea infiel”, “que mis padres no respeten mi deseo de comer muy poco”, “que mi hermana haya muerto sin que yo haya podido sincerarme con ella”, “que mi esposo beba y no quiera admitirlo”, “que mi novia no salga con sus amigos”, “que mi novio piense en acostarse con otras mujeres”, “que mi papá deje de hacerme sentir fracasada”, “que mi hija acepte a mi nueva pareja”, “que mi hijo deje de tener problemas en su escuela”.

Además del deseo implícito de que las cosas no sean como son, lo que el paciente espera de ese espacio terapéutico es encontrar una explicación, algo que permita entender y por lo tanto, controlar esa parte de la realidad que le genera estrés. Lo que un paciente suele buscar es un método o una estrategia que le permita modificar las circunstancias a su favor. El paciente ignora que las circunstancias en sí no contienen una dosis de estrés, el paciente rechaza algo externo, cuando el rechazo reside en la intimidad, es decir, en la perspectiva desde la que mira las circunstancias.

Es aquí cuando el procesador alternativo —procesador emocional— puede darnos alguna paz, puede devolvernos a lo que somos, seres falibles, tal como lo explica la Terapia de la Imperfección.










[1] Texto extraído de su libro, Transformándonos desde la escucha, BUAP-AITI (Asociación Internacional para la Terapia de la Imperfección), México, 2011. Lourdes Zambrano es Licenciada en Psicología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Diplomado y Especialidad en Diagnóstico y Psicoterapia del Perfeccionismo por la BUAP. Diplomado en Habilidades del Pensamiento por la Universidad Iberoamericana y en Filosofía para Niños por el Centro Latinoamericano de Filosofía para Niños.  Coautora en varios libros.
[2] Para una visión completa de la Terapia de la imperfección, consultar en: Peter, Ricardo. El Milagro es Aceptarnos. Manual de Terapia de la Imperfección. Asociación Internacional para la Terapia de la Imperfección A.C., Siena editores, México, 2010.

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